La niña de Júpiter

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Sé que cuando me muera volveré a ser energía y regresaré a Júpiter, pero trato de no pensar en eso. Llegué hace tiempo un 20 de Enero, elegí esa fecha por varios motivos: me gustaba el frío, Enero es el primer mes y yo era la primera de mi especie en viajar a la tierra, y porque tardé 20 minutos en elegir el ADN que quería tener (es decir, mis nuevos padres).

Sabía que no sería fácil mi estancia aquí, pero también que merecía la pena. Las noches que me siento sola dejo abierta la ventana. Como humana amanezco resfriada, pero por dentro siento el baile del universo, ese gran útero que nos envuelve y a la vez somos, y se disipa el malestar. Otras veces es tanto el calor que me dan los que me rodean que soy yo la que alimenta estrellas moribundas.

Conversaciones y neuronas perezosas.

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Nuestras conversaciones tienden a irse por las ramas y lo bueno es que tenemos una imaginación fértil, nos basta una semilla y... creamos un árbol, con su casita y los niños dentro jugando. Eso mismo ha pasado con las neuronas.

Resulta que antes tenía muy buena memoria y ahora no me acuerdo de muchísimas cosas, sobre todo de esas que solemos archivar en el cajón de los recuerdos (porque son importantes, o bonitas, o...). Y lo que hasta entonces era una charla coherente desvarió cuando comenté que me imaginaba a la neurona encargada de coger esa información (sé que no sólo recae ese peso en una, pero me gusta imaginarlo así) en plan... bueno, ya la habéis visto arriba dibujada por Jose.